A mis papas les gustaba viajar.
Solíamos parar a pasar la noche en los pueblos exiliados
porque “de noche es cuando salen todos los demonios” decía mamá antes de que
papá me dijera al oído que soñara con los angelitos. Estábamos desde que salía
el sol hasta que se escondía en la ruta y cuando dormía entre horas sí que
llegaba a soñar con los verdaderos angelitos.
Pasábamos tantas horas con nosotros mismos que ya no
sabíamos que hacer, me canse de los silencios abstractos que siempre aparecían
aunque a veces estos me ayudaron demasiado a darme cuenta de las cosas, como
por ejemplo que mis papas eran una pareja muy obstinada y por eso no iban a
tener nunca las intenciones de decirse que no se amaban. Quizás esa sea la causa
por la cual suelo escuchar a los demás abiertamente, quizás sea ese el motivo
por el que hablo con las paredes.
Siempre fui muy imaginativo, me podía pasar horas intentando
descubrir que había más allá del árbol de manzanas de la casa de la vecina,
siempre y cuando existan los dragones. Las nubes, por otro lado, nunca fueron
mi fuente más sagrada de imaginación pero hubo un tiempo, cuando adolecía, en
el que viajamos por un desierto manchado en sangre y a veces era mejor perderme
en esos copos de nieve. No por ser una persona inconsciente sino porque yo no tenía
el poder de siquiera convencerme a mí mismo.
Una buena tarde mientras el sol se escondía, escuche gritos,
parecían gritos humanos pero con un toque de melancolía celestial y guiado por
mis instintos mire muy fijamente las garras de ese atardecer tan indeseado para
aquellas nubes que se extinguían con él.
Todos los días era como una continuidad sin fin, nubes
preciosas al amanecer, llamaradas rojizas a la puesta del sol.
Tenía trece cuando descubrí que esos eran los angelitos que
nunca me visitaron en la oscuridad.
Tenía quince cuando percibí el susurro silencioso de todas
esas transiciones en plena madrugada.
No volví a ver a mis padres por un largo tiempo una vez que
paramos de viajar, eran caras inconclusas dentro de casa y un día ellos se
olvidaron de mí decidiendo irse por su cuenta. Estuve enojado por tres años
hasta que las nubes me dieron la noticia de que ellos no volverían. Mamá con sus
ojos tan decaídos y su constante falta de fuerzas y papá con sus amables besos
en la frente y su manera especial de tener ideales, perdidos en quién sabe dónde,
en algún lugar lejos en las estrellas.
Pánico me provoca el viajar sin ellos, desesperanza, a veces
siento que yo ya me deje ir pero luego vuelvo a mirar la puesta del sol y el
anochecer después de eso y siento que estoy rodeado de tantos demonios
genéticos como adquiridos y me doy cuenta de que las palabras solo son un grito
vacío de ayuda contra toda la humanidad.
Es ahí en ese punto del día, cuando mi paciencia vuelve como
un hijo a los brazos de sus padres luego de una larga pelea.
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