En cuanto Mauro entro en la habitación anuncio su miserable
suerte.
El hombre que acababa de abrirle la puerta de su propia
casa, era el mismo de las pasadas noches de insomnio de conversaciones que no
tenían ningún rumbo en su vida más que la destrucción, las conversaciones que
bien recordaba silenciosamente vacías. Se pasó más de una vida aspirando sus
notables problemas con un cigarrillo en su mano y las ojeras por el piso,
fallando una y otra vez en concebir un sueño por las noches para que así tal
vez su piel deje de tornarse amarillenta.
Un amarillo enfermo, un amarillo muerte.
Ese tan familiar hombre, que acababa de recibirlo en el
porche de su casa, frívolo y con una sonrisa encantadora lo saludo ignorando el
hecho de que estuviera completamente empapado por la lluvia. Tan descortés como
siempre había sido ni siquiera tuvo la buena voluntad de preguntar en primer
lugar porque se había marchado de su casa con semejante lluvia, solo lo condujo
a la sala principal y ambos se sentaron aparentando ser una normal familia
suburbana. Comieron en completo silencio. Miradas indiscretas y cuerpos
sumamente rígidos, manos sudadas e inquietas, exhalaciones temblorosas. El vacío
ya existente de la casa hacia que ambos sean uno solo, la perspectiva muchas
veces los engañaba.
Recordaba el camino a casa mientras ignoraba al hombre fornido
en la esquina de su mesa: camina recto y
con la cabeza baja, no te atrevas nunca a mirar a alguien a los ojos más de un
minuto, ¿Por qué estás tan paranoico, hombre?, contéstale que no, contéstale
que no a todo, esfuérzate, oblígate, regresa, no seas un imbécil.
El hombre del otro lado echo una sonrisa que reflejaba
problemas y Mauro capto la señal. Se paró de repente para tomar el revolver
escondido dentro de su saco, las manos por primera vez en la vida no le
fallaron, apuntó y disparó. Ya no perduraba la opción de quizás retractarse.
Mientras sacaban el cuerpo en descomposición de Mauro, el
hombre frívolo observaba, con cuidado, cada sumo detalle de todos los policías
que se encontraban revistiendo la escena del crimen.
Un disparo en su cabeza.
El hombre frívolo atravesó por última vez el umbral de
aquella casa, dejando la sensación de abandono a su paso que hizo descender un
frio nítido. Se desenvolvió con la mirada en alto y se perdió en un océano de
gente, estudiando con la vista a su próxima residente. Una chica, Anabela,
cuyos descoloridos guantes amarillos forjaban fuerza bruta en sus manos, sin
duda ella sería otra gran crónica desafiante. A los tres meses la encontrarían,
de igual manera, en descomposición en su departamento, con un disparo en su
cabeza.