miércoles, 21 de diciembre de 2016

Amarilla frivolidad

En cuanto Mauro entro en la habitación anuncio su miserable suerte.
El hombre que acababa de abrirle la puerta de su propia casa, era el mismo de las pasadas noches de insomnio de conversaciones que no tenían ningún rumbo en su vida más que la destrucción, las conversaciones que bien recordaba silenciosamente vacías. Se pasó más de una vida aspirando sus notables problemas con un cigarrillo en su mano y las ojeras por el piso, fallando una y otra vez en concebir un sueño por las noches para que así tal vez su piel deje de tornarse amarillenta.
Un amarillo enfermo, un amarillo muerte.
Ese tan familiar hombre, que acababa de recibirlo en el porche de su casa, frívolo y con una sonrisa encantadora lo saludo ignorando el hecho de que estuviera completamente empapado por la lluvia. Tan descortés como siempre había sido ni siquiera tuvo la buena voluntad de preguntar en primer lugar porque se había marchado de su casa con semejante lluvia, solo lo condujo a la sala principal y ambos se sentaron aparentando ser una normal familia suburbana. Comieron en completo silencio. Miradas indiscretas y cuerpos sumamente rígidos, manos sudadas e inquietas, exhalaciones temblorosas. El vacío ya existente de la casa hacia que ambos sean uno solo, la perspectiva muchas veces los engañaba.
Recordaba el camino a casa mientras ignoraba al hombre fornido en la esquina de su mesa: camina recto y con la cabeza baja, no te atrevas nunca a mirar a alguien a los ojos más de un minuto, ¿Por qué estás tan paranoico, hombre?, contéstale que no, contéstale que no a todo, esfuérzate, oblígate, regresa, no seas un imbécil.
El hombre del otro lado echo una sonrisa que reflejaba problemas y Mauro capto la señal. Se paró de repente para tomar el revolver escondido dentro de su saco, las manos por primera vez en la vida no le fallaron, apuntó y disparó. Ya no perduraba la opción de quizás retractarse.
Mientras sacaban el cuerpo en descomposición de Mauro, el hombre frívolo observaba, con cuidado, cada sumo detalle de todos los policías que se encontraban revistiendo la escena del crimen.
Un disparo en su cabeza.

El hombre frívolo atravesó por última vez el umbral de aquella casa, dejando la sensación de abandono a su paso que hizo descender un frio nítido. Se desenvolvió con la mirada en alto y se perdió en un océano de gente, estudiando con la vista a su próxima residente. Una chica, Anabela, cuyos descoloridos guantes amarillos forjaban fuerza bruta en sus manos, sin duda ella sería otra gran crónica desafiante. A los tres meses la encontrarían, de igual manera, en descomposición en su departamento, con un disparo en su cabeza. 

lunes, 28 de marzo de 2016

Adolecen los algodones de azúcar

A mis papas les gustaba viajar.
Solíamos parar a pasar la noche en los pueblos exiliados porque “de noche es cuando salen todos los demonios” decía mamá antes de que papá me dijera al oído que soñara con los angelitos. Estábamos desde que salía el sol hasta que se escondía en la ruta y cuando dormía entre horas sí que llegaba a soñar con los verdaderos angelitos.
Pasábamos tantas horas con nosotros mismos que ya no sabíamos que hacer, me canse de los silencios abstractos que siempre aparecían aunque a veces estos me ayudaron demasiado a darme cuenta de las cosas, como por ejemplo que mis papas eran una pareja muy obstinada y por eso no iban a tener nunca las intenciones de decirse que no se amaban. Quizás esa sea la causa por la cual suelo escuchar a los demás abiertamente, quizás sea ese el motivo por el que hablo con las paredes.
Siempre fui muy imaginativo, me podía pasar horas intentando descubrir que había más allá del árbol de manzanas de la casa de la vecina, siempre y cuando existan los dragones. Las nubes, por otro lado, nunca fueron mi fuente más sagrada de imaginación pero hubo un tiempo, cuando adolecía, en el que viajamos por un desierto manchado en sangre y a veces era mejor perderme en esos copos de nieve. No por ser una persona inconsciente sino porque yo no tenía el poder de siquiera convencerme a mí mismo.
Una buena tarde mientras el sol se escondía, escuche gritos, parecían gritos humanos pero con un toque de melancolía celestial y guiado por mis instintos mire muy fijamente las garras de ese atardecer tan indeseado para aquellas nubes que se extinguían con él.
Todos los días era como una continuidad sin fin, nubes preciosas al amanecer, llamaradas rojizas a la puesta del sol.
Tenía trece cuando descubrí que esos eran los angelitos que nunca me visitaron en la oscuridad.
Tenía quince cuando percibí el susurro silencioso de todas esas transiciones en plena madrugada.
No volví a ver a mis padres por un largo tiempo una vez que paramos de viajar, eran caras inconclusas dentro de casa y un día ellos se olvidaron de mí decidiendo irse por su cuenta. Estuve enojado por tres años hasta que las nubes me dieron la noticia de que ellos no volverían. Mamá con sus ojos tan decaídos y su constante falta de fuerzas y papá con sus amables besos en la frente y su manera especial de tener ideales, perdidos en quién sabe dónde, en algún lugar lejos en las estrellas.
Pánico me provoca el viajar sin ellos, desesperanza, a veces siento que yo ya me deje ir pero luego vuelvo a mirar la puesta del sol y el anochecer después de eso y siento que estoy rodeado de tantos demonios genéticos como adquiridos y me doy cuenta de que las palabras solo son un grito vacío de ayuda contra toda la humanidad.

Es ahí en ese punto del día, cuando mi paciencia vuelve como un hijo a los brazos de sus padres luego de una larga pelea. 

sábado, 30 de enero de 2016

Entre letras perdidas (filosofías olvidadas): los males de las zonas no cartografiadas

El bicho de ciudad ansia los lugares ocultos, esos que cuando pasas con el auto apenas si se ven, ansia la tranquilidad y la calma que estos proveen, ansia la paz y el silencio de todos ellos.
El bicho de ciudad solo conoce su único mundo manchado de sangre desconociendo los pequeños sitios que proporciona la naturaleza muchas veces. Naturaleza de la cual, en muchos aspectos, carece su lugar.
El bicho de ciudad se siente tan pequeño, invisible y desprotegido que tiene esa falsa necesidad de huir, de huir a donde sea lejos de ese mar que lo ahoga de tensión todos los días. Es ahí cuando el bicho de ciudad desea la desconocida naturaleza oculta y la persigue como un niño caprichoso sin tener ni siquiera idea que el anonimato en esos lugares esta sobreestimado, de que está lleno de arpías y reyes de mal gusto, pequeñas hadas que no poseen alma, demonios en plena transición y cuerpos humanos que ni siquiera existen.
La verdad es que el bicho de ciudad tiene una creencia totalmente errónea.
El bicho de ciudad desea dejar de ser ordinariamente común y busca estos lugares para intentar conocerse más allá de todo vacío interno pero al contrario en esos lugares no llegaría a hacerlo nunca porque solo se conoce la parte de sí mismo que crean todas aquellas bestias para intentar adaptarse.